Ese olor a plancha…

Pedro Chito

¿Y que no nos podamos quitar de la cabeza el olor a plancha?

La de los cientouneros es una extraña raza. Una raza que brotó, que ha brotado o que va a brotar del modo más espontáneo.
Una suerte de gladiadores que van a la guerra con todo o con lo justo. Pero que ir, van.
Cuando se trata de los 101 kilómetros hasta obtener el código se convierte en ceremonia. Todo va aparejado de un rito, de una razón, de un motivo, de un camino. El de la Alameda.
Por suerte o por desgracia es complicado comparar al público cientounero con ningún otro. Ni UTMB, ni Titan Desert, ni Zegama, ni Barkley… ni nada. Es un perfil distinto a todos. Un perfil que puede estar parado un año entero, pero que cuando llega la hora de estar ahí para Ronda y para los 101 están los primeros.
Hombres y mujeres que no aspiran a correr más que los demás, que no luchan contra su propia marca, que no se preocupan por demasiadas cosas que no sean los kilómetros que separan el campo de fútbol de la Alameda del Tajo por un itinerario determinado.

Luego, cuando mayo cede el paso al amarillo verano en la Serranía de Ronda, por lo general, el cientounero permanece callado, al amparo de los recuerdos y con su mirada puesta en el mes de mayo siguiente.
Nos puede gustar más o menos determinadas cosas: su método de inscripción, su recorrido, la hora de salida… Pero los 101 kms de La Legión tienen algo que te obliga a una segunda lectura, a una segunda impresión.
Los 101 se anclaron a lo genuino, a lo único, a lo preciso.
Los 101, dicen, tienen algo. Yo creo que sé lo que es: “Los 101 tienen la fórmula”.
Empezó como una carrera y se convirtió en confesión y dogma de fe para muchos.
Y su público, sus fieles, viven en esa gratitud infinita a los paisajes de Ronda, a las palabras de ánimo de las gentes serranas. Viven en la esperanza de que llegue mayo.
Sueñan con llegar de día al cuartel o a Setenil y tienen pesadillas con el clic de un ratón a las diez de la mañana que o te lleva al paraíso, o te lleva a los infiernos.
Todo para una tarde de primavera llegar a Ronda y llegar a la Alameda en mitad de un mar de gente que te arrastra de un sitio a otro. Repartir abrazos, buenos deseos y ser optimistas.

Todo para que, de repente, todas las mariposas del mundo se peguen un paseo por tu barriga en el momento que pasas por debajo del arco de meta custodiado por dos legionarios.
Todo para que tu cabeza repase lo que has sufrido para llegar hasta allí y para que tu corazón te ordene que adelante, que no debe haber sitio ni lugar para el miedo.
Todo para que los tambores de una banda puedan poner tu corazón en 160 pulsaciones sin más esfuerzo que el del su sonido.
Todo para que, ese viernes, llegues al final del paseo, al “balcón del coño”, al abismo que hace las veces de Finisterre para esta raza.
Todo para ver ese último atardecer antes de que suene la cuenta atrás y el réquiem por un sueño… e irte a dormir sin poder quitarte de la cabeza el olor de la plancha donde unos legionarios echan pinchitos y filetes.

A las siete tocarán diana.
¡Mucha suerte!

¡La salida!

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