Que la Sonrisa te acompañe…

Pedro Chito

Todas las fotos son de John Ortiz Photographer

Supongo que lo repito demasiado, sobre todo en estos últimos días y en todas las redes sociales. Pero es que La Sonrisa de Rafa es demasiado.
El viernes salí de Ronda con John Ortiz y desde que salimos ya íbamos viviendo lo que iba a ser un fin de semana cojonudo.
Al llegar a Berrocal volvió a pasar lo del año pasado: Buen rollo, dosis de cariño altísimas, gente dispuesta a colaborar y un equipo humano que tenía clara una cosa: Todos tenemos que remar en la misma dirección.

Rafa era un niño con ocho añitos recién cumplidos. Una enfermedad se lo arrebató a su familia pronto. Demasiado pronto. Cuando miras a los ojos de Rafa (Padre) o de María Isabel (su madre) intuyes esa ausencia, ese vacío, esa falta. Pero cuando empiezas a hablar con ellos te das cuenta de que son dos seres humanos fuertes y extraordinarios que han conseguido convertir algo terrible en algo precioso.
Se respira la ternura a raudales, por más frío que hiciera antes de la salida.
Miro a mi alrededor y sólo veo sonrisas, abrazos, besos… Es como si todos tuviéramos 8 añitos recién cumplidos. Nos hemos sacudido en una mañana más propia de Zegama que de Andalucía (por aquello de las nubes y la niebla) los años del cuerpo y ahora todos tenemos un entusiasmo más cerca de lo pueril que de lo propio de un adulto.
Estamos a punto de tomar la salida. Este año vuelvo a ir con Irene de Haro y se une a nosotros nuestra amiga Silvia.
Silvia también perdió a un hijo en un desgraciado accidente antes de tiempo.
Silvia tenía mucho que sentir allí y yo sólo llevaba un objetivo: Que además de sentir disfrutase de lo sentido.
Yo no soy nadie para tener un objetivo tan ambicioso con alguien que ha perdido lo más valioso que tiene en su vida. Pero creo que Silvia y David merecen todos los esfuerzos que yo pueda hacer por ellos.
Y ese, al margen de lo físico, sería uno de mis grandes objetivos: Sostener la sonrisa de Silvia.
Y tengo que decir que salió bien por que Silvia quería y porque Irene ayudó en todo momento.

Por allí andaban también Javi Ordieres y Paula. En cuestión de unos años hemos hecho buenas migas. Evidentemente los sigo y admiro profundamente el trabajo que hacen. Estábamos a punto de salir y sentí frío. Los miraba y me los imaginaba en Alemania, pasando frío como yo ese día. Pero la realidad es que sonreían. Era evidente que estaban pasando por el mismo proceso que yo pasé en Asturias en su momento. Estaban disfrutando de una de las cosas más bonitas que hay en Andalucía: La hospitalidad.
De fondo escuchaba a Salvi e Isaac partiéndose el gañote en el previo a la salida. Esto está a punto de empezar. Nos vamos.

Salimos prácticamente los últimos. Unos metros de recorrido urbano muy arropados por el público y la gente que acompañaba a la salida. Rápidamente salimos del pueblo. Veo a Silvia entusiasmada y a Irene con la GoPro Cube grabando trocitos para su vídeo. Vamos adelantando o siendo adelantados en función del terreno. Pillamos algún tapón en las zonas más técnicas y rápidamente comenzamos una de las principales subidas del día: El cabezo del Membrillo.

Ahí empecé a arrepentirme de que haber pasado tantas horas sentado ante este teclado que ahora aporreo. A arrepentirme de haber dado de lado a la actividad física. Tenía que apretar los dientes, sufrir, parar a ratos. Pero me podía el amor propio. Había que cruzar la meta y en ese momento era un gordito en apuros intentando dosificar lo que, prácticamente, ya no existía, que eran mis fuerzas.
Miraba a Irene que empezaba a ratos a hacer la goma y sentía envidia sana de que se viera con fuerzas en aquella subida. Silvia seguía fuerte. Algo extraordinario estaba empujando montaña arriba a esa mujer que con la sonrisa puesta iba “peldañeando” prácticamente en la subida que al final se ponía un pelín más cruda.
Coronamos y tocaba bajar. No era excesivamente técnico el terreno pero como íbamos disfrutando decidimos no hacer el tonto y no arriesgar.
Eso sí los cuádriceps y piernas en general iban encendiendo los primeros testigos que avisaban de que terminar no iba a ser cosa sencilla.
-Sigue sentado en la silla- se escuchaba en el aire.
Pero yo bajaba, luchaba y seguía peleando. A esas alturas no era poco.

Bajabas del Cabezo del Membrillo y venías a parar al cauce de un arroyo. Justo ese punto donde empezaba el ya mítico “Raspaero”. Al llegar allí, ¡Sorpresa! Nos desvían a la derecha y nos meten a lo largo del cauce del arroyo durante un kilómetro. Tocaba crestear y subir hasta el Puerto de los Pinos. Allí me encontré a Mar Basalo. Una mujer optimista. Había perdido treinta y seis kilos. Y seguía en la empresa de seguir perdiendo. Me adelantó sin piedad, pero con cariño. Un placer compartir kilómetros con ella.
Silvia se daba la vuelta y me animaba con una sonrisa. Ella estaba viviendo su particular cuento de hadas. Era como si no existieran los desniveles para ella. Irene hacía la goma, nos hablaba, nos grababa, nos animaba, nos sonreía. Era un bálsamo llevarla cerquita. Te transmitía seguridad. Hablamos un buen rato en la bajada sobre cosas importantes. Nos hicimos unas cuantas confesiones y antes de pegarnos un abrazo con los ojos ya estábamos a los pies del “Raspaero”.
Recuerdo dejar a la izquierda el río, un candelón a los pies de la salvaje cuesta y un rosario de camisetas de colores que iban subiendo como buenamente podían.
En el “Raspaero” un servidor contaba con la ventaja de que se le teme más a los desniveles por prolongados que por verticales. Así las cosas eran sólo 200 metros de echar las hieles por la boca. Iba pensando en muchas cosas y dejó de apetecerme grabar…. pero seguí haciéndolo. La realidad es que, como decimos en Andalucía, subí el “Raspaero” con los ojos de la cara.
Me acordaba de 2010. Todo era diferente. Con 72 kilos no hubiera parado ni una vez. Pero con 90 kilos en este cuerpecito tuve que parar unas cuantas.
Silvia cargaba con un corazón de piedra gigante que se encontró al principio y que regaló a Paco Larosa. Al llegar arriba estábamos emocionados. El ambiente era de otro planeta: La gente, los fótógrafos, la batucada, los gritos… la pasión.
“La Sonrisa de Rafa” en aquel punto destilaba pureza, destilaba amor, destinaba mil cosas bonitas.

De repente, en mitad de una preciosa dehesa sumergida en niebla apareció Yaco (el perro de Silvia), a lo lejos la silueta de David. Era una silueta, pero no era difícil saber que estaba sonriendo, aunque con envidia de no haberse calzado las zapas.
Pablo Castillo iba a la larga y no pudimos compartir camino, pero luego tuvimos un ratazo extraordinario para hacerlo juntos.

Trotamos cuanto pudimos hasta cruzar la línea de meta. Iba exhausto, pero feliz. Mi abrazo con Rafa, con Maria Isabel, con Silvia y con Irene.
Lo que pasó después es una fiesta. Es alegría.
Algún año tendré que quedarme al Senado.
El año que viene, si me dejan, voy a volver.
Hasta entonces… Quedan todavía un puñado de días, de lunas y de estrellas que ver pasar…

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